domingo, 4 de diciembre de 2016

EL EJERCICIO DEL DISCERNIMIENTO EN LA MIRADA AJENA

            Supongo que todos los que hacemos fotografía o somos receptores de ella hemos  desarrollado criterios de recepción y análisis de lo que presenciamos. Tal criterio es lo que nos permiten decidir si permanecemos o no en un concierto en el que los instrumentos están desafinados o en una pieza teatral en la que los actores no conocen sus parlamentos o, más aun, asistir a un recital poético en el ruidoso pasillo principal de la estación de autobuses de la ciudad.
            Como vemos, en todos esos casos, somos receptores de un mensaje y para que dicho mensaje exprese las interpretaciones que el autor hace de su mundo; no sólo se necesita talento, sino además, domino técnico, conocimiento de la estética y condiciones adecuadas de recepción. Podemos imaginar como ejemplo, escuchar el himno a la alegría  interpretado por un grupo de raperos que abordan una camioneta de pasajeros; Tal vez esa experiencia parecería terrible, pero no así escuchar y disfrutar de “Rapsodia Bohemia” interpretada por orquesta y coro filarmónico en una sala de conciertos bajo la batuta de un buen director; allí el adjetivo tal vez sería  “magistral.”  Eso se debe a que el error quedó en los ensayos. En el mundo del arte (estando ya la obra ante el respetador) los errores se paga muy caros por la falta de conexión con la mirada ajena. Por el contrario, cuando el dominio del lenguaje de esa disciplina y las adecuadas formas de presentación al público hacen comunión se da el maravilloso proceso de la fruición que le da sentido a la unión artista-obra- espectador. Sí, ya lo sabemos. Esto es un trabajo en conjunto. Sabemos también  que la utilización de la técnica sin talento genera una destreza, un producto asombroso pero poco expresivo y que, a la vez, un talento sin técnica termina convertido en un inmenso desperdicio; entonces, podemos afirmar que la capacidad expresiva (producto de la comprensión del lenguaje) y el desarrollo de la técnica (producto de ejercicio de taller) aunado a las condiciones de recepción (como garantía de las sutilezas expresivas ) son fundamentales para hablar de arte.
         El planteamiento de “todo se vale” sería un importante punto a tratar con artistas que han pasado la vida afianzando su capacidad expresiva a través de la práctica, el estudio, la conceptualización y la comprensión de su momento estético. Si todo fuese valido y pudiésemos exponer nuestros errores y no las correcciones de ellos hacemos en nuestros talleres, no existirían los críticos de arte, ni los curadores, ni los jurados, ni los visionadores y, tal vez, los museos tendrían sus bóvedas llenas  de selfies de las Kardashian como propuestas estéticas. 
          Por supuesto que dejar todo esto a la “subjetividad del arte” (lo que a mi juicio es una discusión referida al término y sus definiciones mas no a los procesos de materialización de la obra ni a las necesidades de recepción de la disciplina de arte a la cual nos estemos refiriendo)  es casi lo mismo que decir “todo vale” y eso haría que todas nuestras conversaciones post-visita de exhibiciones no tuvieran sentido. 
          Eliminar el criterio del receptor para decidir lo que es bueno o malo es, a veces, un escudo para descalificar sus opiniones hacia nuestra propia obra, pero sin anular nuestros juicios como receptores de la obra de otros artistas, por lo que la calificación de bueno o malo sería unidireccional; pero cambiemos los términos de bueno o malo por otros cuyo significado se le aproximan como  conveniente y no conveniente, adecuado o inadecuado, aceptable o inaceptable, pertinente o no pertinentes; de modo que, tengan el valor que tengan, estas expresiones no son mas que calificaciones que expresan un criterio, un ejercicio de libre albedrío, una capacidad de discernimiento que no tiene un interruptor para apagarla o disminuirla; por el contrario, crece y evoluciona de acuerdo a la educación visual de quien emite el juicio; así que como receptor decide, asume su derecho a devolver la dirección del proceso y convertirse en emisor de su mensaje referido a la obra.
            En este orden de ideas, la diferencia entre nosotros y el crítico (aquí siempre debo aclarar que me refiero a quien decidió esto como vocación y no como una forma de estatus social) es que, en la mayoría de los casos,  sólo clasificamos, categorizamos y emitimos nuestras opiniones y comentarios en el seno de la “Comunidad del mutuo halago” a la que pertenecemos, por lo que no aceptamos responsabilidades más allá de las paredes del lugar de nuestras cofradías. En ellas, creemos que todo gesto de aceptación es un acto de respeto o una norma de cohesión y, al mismo tiempo, pensamos que toda observación a nuestro desempeño es un acto de agravio, una  forma de destrucción o una afrenta.  
          A diferencia de las comunidades antes descritas, quien ejerce la critica desde s conoccimieto de aquello que rodea la fotografía desde su hechura hasta su recepción,  se juega su relación social al exponer sus convicciones pues, el texto crítico es su idea materializada como la obra es la idea materializada del artista. Quien ejerce la crítica asume las consecuencias de sus juicios, sabe que no siempre es bien recibido y que, a veces, es odiado gracias a la confusión de roles y al comportamiento de los comentaristas No obstante, este receptor-lector se expone al intercambio de argumentos que utiliza como insumos de trabajo. 
         El crítico, por su naturaleza analítica, trabaja de forma permanente en su  actualización respecto a las transformaciones del medio. Estamos claros en que su trabajo es la consecuencia de la obra como propuesta del artista lo que nos hace pensar que, sin el creador, el crítico se ve disminuido en su accionar, pero también hay que tomar en cuenta que son pocos los críticos y miles los artistas y receptores. 
           En fin, debo decir que sea cuales  fueren los términos utilizados para evaluar una obra, siempre terminará siendo adjetivada en una categoría; es decir, será buena o mala, conveniente o no conveniente, adecuada o inadecuada, aceptable o inaceptable, pertinente o no pertinente, dependiendo del contexto en que se muestra así como de  las intenciones del autor o las pretensiones estéticas  que se le imprimen.
         Todo el arte como sistema no es arbitrario, al contrario, esta arbitrado: hay música buena y mala, teatro bueno y malo, pintura buena y mala y por ende fotografía buena y mala.  Todos los que actuamos como receptores-lectores tenemos el derecho de acuerdo a nuestro criterio a utilizar nuestra capacidad de discernir en cuanto a aceptar o no el mensaje; más aún cuando decidimos ser parte del jurado de salones, concursos o premios. Por ello, cuando aceptamos participar como visionadores o revisores de la obra del otro asumimos que estamos dispuestos a decidir sobre las virtudes y deficiencias, sobre los aciertos o no, la pertinencia o no de las propuestas siempre alejados de esas "comunidades del mutuo halago"
          Sólo debemos pensar en nuestra percepción y disfrute para luego pasar a nuestros criterios en cuanto, comprensión del medio y de la técnica, nuestras ideas de relación con la estética contemporánea. Debemos  basarnos en  nuestra capacidad de lectura de la obra visual y el análisis del contexto del autor. Si no estamos dispuestos a asumir la responsabilidad de esa formación, dejemos que el crítico, el curador, el galerista, el investigador se expresen pues, esa es su función, su actividad, su objetivo profesional.
            En fin, decir que una obra es buena o mala sin expresar los argumentos para ello, se convierte en un comentario de cafetín mientras que, hacerlo desde la exposición de la experiencia sensorial, el goce estético, el análisis de la obra en el marco contextual, los argumentos y los juicios, es una forma de reflexionar, crear, comunicar y sobre todo, de  educar.